29 de octubre de 2008

Nos sentamos en una cornisa sin importar cuanto necesitemos estar bien. Simulamos un cambio, uno que nunca es, simplemente porque dentro nuestro siempre somos los mismos.
Corremos hacia ningún lugar y simulamos ser nadie, todo nos parece tan relevante que sonreímos ante la mínima manifestación de cariño, porque somos carentes. Gritamos en las calles y caminamos a prisa el trayecto entre el tren y el subte, algo así como si nos perdiéramos del nacimiento de nuestro propio hijo, y cuando finalmente frenamos nos damos cuenta que no tenemos donde ir, o por lo menos yo. Todos los días camino rápido y trato de que la gente no me choque, el cigarrillo se consume en mi mano pero no lo fumo porque el tiempo es aparentemente escaso. Pero cuando por fin me detengo, obligada por los semáforos que iluminan mi cara, tratando de que mi mente reacciones del mismo modo, me doy cuenta que no tengo a donde ir, que nadie me espera tan urgentemente, y que no voy a volver a casa donde alguien me abrace y bese con fuerzas.
Entonces la pregunta es, porque sigo apurándome, si nadie me corre, si el tiempo no pasa mas lento, si nadie jamás me espera del otro lado de la calle con una sonrisa especial.
Supongo que duele, siento que duele usualmente, pero trato de no darle importancia, de hacer de cuenta que soy una persona fría, calculadora y con miles de cosas por hacer.
Como si nada importara, camino con la frente en alto y no paro por nada del mundo, finjo que voy a ese lugar que en verdad para mí nunca existió.
Ya no camino, simplemente corro hacia ningún lugar.

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